Gabriel García Márquez: carta 8ª

Esta carta nunca tuvo destinatario.

En los pocos momentos que puedo encontrar la soledad, en aquellas horas donde sé que los pensamientos son los mejores compañeros; a veces, escribo solo para el papel y para mí. Como un pacto secreto entre la tinta y mis palabras. Hoy es un día de esos, sin importancia y sin tampoco nada excepcional. Por ello dejo este usual escrito a merced del olvido o de quién lo encuentre.

Tampoco tengo muy claro llegado a este punto si va a haber un hilo que conecte las ideas de este cuento que es mi vida o si la conducción de un mismo tema será la que acompañen estas letras. A veces mi mente locuela se alía con la imaginación y puedo sacar a la luz ideas y relaciones que ni yo mismo me esperaba. El otro día vi publicado en un texto el discurso que di en Cartagena de Indias por motivo del millón de lectores de Cien años de soledad. Cuando lo encontré de sorpresa no fui capaz de volverlo a leer, pero, un cosquilleo emanó en mí y me recorrió las partes de mi tan debilitado cuerpo. Porque otra vez, vuelve marzo y mi 81 cumpleaños se acerca. Se me olvidan algunas cosas y otras tantas se me pasan sin que yo sea consciente de que ya no las recuerdo. Aquí estoy, dejando un último legado que me sirva de consuelo cuando la escritura ya no nazca.

Siento mis palabras como aquel día que con mis 38 años empecé con una frase aquello que no tenía ni pies ni cabeza y por supuesto tampoco forma: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Fue un principio que, si me preguntas el motivo, no tendría ni idea de por qué surgió así. No existía una razón aparente por la que decidí esa frase, pero me parecía tan llena de significado con tan poco que era el pilar perfecto para empezar algo grande. Dieciocho meses pasaron después de aquello, meses en los que no paré de escribir hasta conseguir lo que tanto anhelaba. Y ahora fíjate, si juntáramos a todos los lectores de esta novela formaríamos uno de los países más poblados del mundo.

Muchos me dicen que, gracias a mi obra, se revalorizó la lectura en castellano, o que puse a Latinoamérica en el podio de la prosa en la segunda mitad del S. XX. Aunque son afirmaciones pretenciosas y llenas de orgullo, no creo que el mérito sea mío. Había mucha gente dispuesta a devorar la lectura en castellano, un público que esperaba impaciente algo realmente apto para sus necesidades intelectuales. De alguna manera yo puse la semilla para llenar ese vacío. Desde mis 17 años, pocos días recuerdo que no me haya levantado con el sol y me haya puesto a escribir delante de una hoja en blanco. Es una costumbre que cuando se arraiga no es difícil de eliminar pues pasa a la rutina como el café en la mañana. Mi pasión por las letras y mis ganas de escribir lo llenaban todo, por eso, si yo no hubiera existido, alguien hubiera llegado ocupando mi lugar. No se trata de personalizar nombres o decir “Gabo, conseguiste lo que muchos querrían”, porque tal como lo hice yo en el momento justo con Cien años de soledad, lo hubiera podido hacer alguien talentoso en cualquier momento. Que genios no faltan en el mundo, falta gente que los escuche y comprenda. Y luego están los caprichos del destino, una mínima casualidad puede cambiarte la vida. Pera, la primera editora de dicha novela me confesó llegado su momento que cuando yo le había entregado el manuscrito final, resbaló saliendo del autobús y las hojas se esparcieron por el suelo y el barro. Secó cada papel uno a uno en su casa con planchas de calor. Si su esmero no hubiera sido aquel probablemente ya nada sería lo mismo. Cada vez que pienso en ello soy más consciente de lo importante que es rodearte de personas que crean en lo mismo que tú, que te apoyen y que te acompañen en el camino. Gabriel García Márquez no hubiera sido ni la mitad si no hubiera sido por ellas. Que quede aquí escrito, por si las moscas.

Marzo de 2008, 



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